martes, 20 de septiembre de 2011

POHÄ ÑANA

Son las 3:00 de la mañana. Ya es hora. Aún  ni el Astro Rey se asoma. Ña Marta ya se levanta para iniciar su jornada. Se asea. Se viste. Se dirige al patio del fondo de su casa para escoger sus “herramientas de trabajo”. Elige los mejores y más frescos pohä ro`ysä: menta’í, kokü, capi’í catí; y otros remedios yuyos que recetará para alguna dolencia, para el mate, o para cualquier situación que pueda presentar un cliente durante el día. Sí, Ña Marta es POHÄ ÑANA en el Microcentro Asunción.

Después de terminar de extraer de la tierra todas sus yerbas, las separa una a una según su categoría. Ya son las 3:30. Las ata con paciencia todas y cada una con un pequeño lazo de hoja de palma verde. Las coloca en su canasta de mimbre gastada de tanto trajinar por la ciudad, como su dueña. Ya son más de veinte años.

Ña Marta es una mujer de cincuenta años de edad. Aparenta más. Los golpes de la vida, el trabajo pesado, la maternidad, la agricultura, la han hecho aparentar más años de los que tiene. De piel arrugada, y manos callosas, pero limpias y laburadoras. De blancos cabellos largos, hábilmente recogidos sobre su cabeza, de tal manera que no la estorben durante el día laboral que será extenso.

Lista la canasta, procede a despertar a sus hijos. Tiene seis. Algunos van a la escuela. Otros al trabajo con ella. Y otros se quedan en la casa cuidando del humilde hogar. Los más pequeños son los más respingones a la hora de levantarse. Sin embargo, conocen la labor de su madre y padre al mismo tiempo. Saben que si llega un poco atrasada a su trabajo, ya no venderá lo suficiente para el pan de hoy. Es un largo viaje de su casita en Itauguá hasta el Centro. Son una hora y treinta minutos.

Juancito y Martita acompañan a su madre hasta el Centro. Asisten a la escuela allí.
-         Pe nde suerteteiko -  les dicen siempre sus hermanos mayores.
Ellos no pudieron culminar la primaria en Horqueta, Concepción, porque debieron emigrar a la Capital con su madre, quien decidió aventurarse al éxodo cuando su compañero, padre de sus hijos, la abandonó.

- Py’ae que, sháke tardema hína – dice Ña Marta a sus hijos para apurarlos.
José es el mayor, de treinta años. Un hombre rústico, de apariencia tosca, con la piel quemada por el sol y el acento característico del infeliz emigrado campesino paraguayo. Pero es trabajador, y como el padre de la familia. Es albañil. Se gana la vida cada vez que alguien desea construir una vivienda. El sueño suyo y de su familia, el de la casa propia. Ellos viven en alquiler. Hacinados con tantas otras familias en las mismas, o peores condiciones que las de ellos.

Pero esta labor no la hace solo. Lo acompañan sus hermanos menores: Luis y Antonio. De veintiocho y veintisiete años respectivamente. Ambos de semejantes características de José, aunque son menos duros de carácter y más sensibles, debido a que el mayor debió cargar con la responsabilidad casi a la par que su madre.

Teniendo todo listo Ña Marta (incluyendo a sus hijos e hijas), cada uno toma un bulto que llevar durante el viaje en colectivo hasta Asunción. Se dirigen a la parada. Son las 4:00. Aún deben caminar cinco kilómetros para llegar hasta la ruta sobre la que cruza el micro que los trae. El trayecto es largo. Las cargas son pesadas. Canastas, mochilas, bolsones con mudas de ropa, el mortero, y otros utensilios de trabajo de la familia González, natural de Concepción, Primer Departamento de la República del Paraguay.
Entre coloquios de los hermanos y el canto de algunas gallinas madrugadoras, a lo largo del camino de tierra colorada, es poco lo que se deja ver el paisaje, típico itaugüeño. El sol no sale todavía. Está oscuro. Solo la luz de la luna permite divisar algunos detalles, el sendero ancho.  A ambos lados se extienden los árboles y arbustos de todas las especies y tamaños. Mangos, pindós, pomelos, limoneros, hierbas que crecen a lo largo y ancho del espacio entre los árboles. Se escuchan cigarras y algunos pájaros nocturnos. El poco pasto que se divisa está amarillo. Hay sequía. A su paso, la pequeña tribu deja vestigios de su avance. Huellas y polvo levantado por su paso de  lentos caminantes.

 Caminantes de este sendero y de la vida. Ambos muy cansadores, pero que no pueden  abandonar. Si lo hacen, se darán por vencidos. La batalla no da tregua. Pero ellos tampoco dan chances a la desesperación. La desesperación, que diariamente toca su humilde puerta de madera terciada, húmeda, deformada por los vientos y raudales de las grandes lluvias, que hace tiempo no se avecinan, pero también del sol, ese sol quemante que no tiene piedad, que no distingue clases sociales.

A medida que continúan su trayecto, semejantes grupos de personas se unen a la procesión hasta la Ruta II para abordar los colectivos. Saludos y apretones de manos breves se dan entre los vecinos que no tienen tiempo, y menos posibilidades de visitas sociales en la casa de los amigos para charlar. Aunque está hondamente arraigada en la cultura paraguaya la pequeña ronda de tereré en la casa de la comadre o del vecino, sólo por un rato, los días de descanso. Mejor dicho, de menos trabajo. Los fines de semana son días de trabajo en la casa. Limpiar. Cocinar. Hacer las tareas de la escuela. Cuidar los negocios (la huerta). Siempre amenizados por una cachaca pirú de algún vecino con mejor presupuesto como para comprar una radio. A pesar de que estos quehaceres domésticos los realizaban sus hijas Lucía y Andrea durante la semana. Ellas se quedaban en la casa. Ya eran todas unas amas de casa profesionales. Desde siempre lo fueron; y a sus veinte y veintitrés años ya lo hacían profesionalmente. Eran prolongaciones de su madre: Ña Marta, trabajadora, esforzada.

Después de la larga caminata mañanera, un poco jadeantes, llegan a la ruta. Aguardan impacientemente el micro que debe pasar por allí a las 5:00. Esto les da tiempo para descansar un momento por los bultos pesados que cargaban en las manos y en la espalda.

Ya la claridad se va asomando en el horizonte, también el colectivo. A lo lejos ya lo divisaron. “Empresa de Transporte y Turismo Itauguá SRL”.
- ¡¡¡Oúma la microooo!!! – se oye que alguien de mejor vista que el resto anuncia como pregonero de la Buena Nueva del Reino de Dios.

Presurosos toman sus bolsones para abordar el Itauguá. Ya está lleno. Pero siempre hay lugar para unos cuantos más.
- Vamo pasando má hacia el medio por favor, ¿ikatú pio lomitä? – dice el chofer elevando la voz para superar a la polca jahe’o que suena a todo volumen.

Se corren un poco. Todavía siguen apretujados. La capacidad máxima del micro es de cuarenta a cincuenta personas. Hay ochenta y tres. Sin contar a los niños de pecho y las cargas adicionales de cada pasajero. Con este paisaje podemos decir que Dios existe al ver el milagro de que tantas personas y bolsones quepan en esas dimensiones.

La estridente radio del colectivo no distrae de sus pensamientos a Ña Marta. Debe pensar en su cronograma de actividades del día, su agenda (muy cargada por cierto).
Llegar a las intersecciones de Presidente Franco y Montevideo. Bajarse del bus, ella, sus dos pequeños hijos, de siete y nueve años, y sus cargas. Caminar dos cuadras hasta llegar a su stand sobre Montevideo y Estrella. Acomodar sus mercancías.

Al llegar siempre ya estaban clientes fieles aguardando su remedio refrescante para su tereré, o hierbas medicinales para el mate, para el té.
-         Eguahë tarde ina hoy Ña Marta... ¿Mba’epico oiko ndehegui? – entran en confianza con ella sus clientes más asiduos.
-         Sapy’aitemínte chera’ärö  - agrega entre risas la doña que siempre tenía una sonrisa que ofrecer aparte de sus productos.
Después de acomodarse completamente en su puesto de trabajo, saca el cocido con leche caliente y la galleta cuartel de uno de los bolsos para el desayuno. Los niños deben desayunar para ir a la escuela. Rápidamente beben el contenido de sus tazas de aluminio blancas, con borde azul y detalles de flores y una manija de donde asirla que cargan en una mano; y en la otra la galleta que acompaña la humeante bebida.

Luego de la bendición que le piden a su madre y con el estómago satisfecho, se dirigen a la escuela, solos. Su madre debe quedarse a trabajar. Ya conocen el camino. Además ya están protegidos contra todo mal y peligro según la frase que acuña su madre todos los días.

De alguna manera es verdad. Las seis cuadras que deben transitar son peligrosas y nunca les sucedió nada malo. En una ciudad tan riesgosa, más aún en el Microcentro, esto es una bendición de Dios.

Así transcurrirá la mañana rápidamente. Entre machacada y machacada, breves diálogos con los amigos clientes,  y los transeúntes que siempre la saludan al pasar, ya es casi mediodía. Los pequeños están por llegar. Parece que no pasó mucho tiempo antes de que se marcharan rumbo a la escuela y ya están regresando. Vuelven con hambre. Ya es tiempo de almorzar.

La madre extrae de uno de los bolsos dos sándwiches de queso paraguay. Son para mitigar el hambre de sus hijos hasta volver a la casa. Allí les espera un humilde, pero suculento almuerzo preparado por sus hermanas.

Mientras lo hacen ya Ña Marta se dispone a desmontar el local de ventas. Es hora de irse. Ya deben ir a la casa a comer y hacer las tareas. No solo sus hijos, sino ella también. Las rutinas que la esperan por la tarde  no son menos cansadoras que las de la mañana.

Por la tarde se dedica a lavar y planchar ropas de otras personas para aportar más dinero para la familia. Toda la tarde transcurre en el fondo de la casa lavando y planchando. Luego caminar nuevamente a los domicilios de sus clientes para entregar las ropas limpias y planchadas.

 Volviendo en sí, después de su recorrido mental de su rutina diaria, se dio cuenta de que le esperaba un largo viaje parada en el colectivo. Pero no puede descuidarse. Debe cuidar de sus hijos y sus bultos. Una frenada brusca, un caballo loco, cualquier cosa puede ocurrir en el trayecto. En eso la ayudaban sus hijos mayores. Si bien sólo hasta las inmediaciones del Mercado de Abasto. Allí se bajaban.

Desde la perspectiva de Ña Marta cualquiera de nosotros al realizar ese trayecto todos los días nos parecería monótono, rutinario. Para ella no. Siempre encuentra algo nuevo. Cada vez más urbanización. Llegando a la polución visual.
“Se vende”, “Repuestos nuevos y usados”, “Compro oro”, “Frutería”, “Chipería”, “Hotel”, “Motel”... Inundan las veredas a ambos lados de la ruta.

La suave y temprana brisa, que con la velocidad del micro y la ventana abierta se convierte en un viento fuerte, golpea aún más el rostro de Ña Marta, que ya luce golpeado. No con moretones ni cortadas. Sino con esas marcas que dejan los años en los seres humanos. Y sobretodo en los que no se aplican cremas, ni tratamientos contra el envejecimiento ni cirugías plásticas.

El Itauguá ya no para. Ya es incapaz de seguir subiendo pasajeros. Inicia su carrera hacia Asunción. Cuando se avecina a cada semáforo en rojo, ya todos se sujetan de lo que pueden. Frena bruscamente. Pobre del incauto que no consiguió asirse de algo (o alguien) porque... Bueno, en este caso no afecta tanto ya que el colectivo está lleno y no se puede abalanzarse hacia el frente, pero en otra situación iría directo a parar al piso, en el mejor de los casos.

Ña Marta se ahoga en sus pensamientos. La administración del escaso dinero que recauda. La educación de sus hijos. Ella desea fervorosamente un mejor futuro para sus hijos. Especialmente para los menores. No quiere que afronten la vida sin las armas con las que ella no contó. Ya sus hijos mayores son como padres de familia en la suya. No puede modificar eso. El destino está marcado para ellos. Contempla profunda y prolongadamente a sus pequeños en el bus. Ya consiguieron vivamente un asiento. Lo ofrecen a su madre. Como siempre, ella se los cede. Los niños en su inocencia no insisten y lo comparten entre sí. Ña Marta siempre les da todo lo que puede. Vive por ellos y para ellos. Sus hijos son su motor que la hace  levantarse todos los días. Madrugar. Caminar distancias. Machacar, lavar, planchar. Todo eso lo hace por ellos.

Al levantarse en lo primero que piensa es en sus hijos. Los observa antes de ir a la huerta. Duermen todavía. Sólo durmiendo ya le provocan sentimientos tan profundos que la hacen sonreír y arrojar lágrimas al mismo tiempo.

No termina el día sin contemplarlos nuevamente en su lecho. Después del Padrenuestro, Avemaría y la bendición les da un beso de buenas noches. Se dirige a su cama. Intenta descansar. Pero sólo piensa en mañana. Tiene que levantarse a ganar el pan para  sus hijos.